jueves, 25 de agosto de 2011

SAN LUIS IX DE FRANCIA. EJEMPLO DE GOBERNANTE CRISTIANO

SAN LUIS IX DE FRANCIA. EJEMPLO DE GOBERNANTE CRISTIANO

"Con tus súbditos, obra con toda rectitud y justicia, sin desviarte a la derecha ni a la izquierda"
           Con Luis IX de Francia nos encontramos ante una de las figuras más sobresalientes y atractivas de la Edad Media. Modelo de caballero y de rey cristiano, nadie como él logró aplicar los principios del Evangelio a la vida política y social de su tiempo. Los ideales de justicia y paz, por los que tanto trabajó, llegaron a convertirse casi en lema de su reinado. Amó a su pueblo como un padre a sus hijos y, a su vez, el pueblo le profesó un sincero afecto que fue transformándose en devoción.
Hoy día, cuando Europa se debate en una profunda crisis moral, bueno es que medite sobre su auténtica identidad, leyendo en su historia para contemplar y aprender de aquellos personajes que como San Luis, apoyados en sus valores, contribuyeron a edificar el Viejo Continente.  
 L
uis IX nació en 1214, hijo de Luis VIII y de Blanca de Castilla. Era por parte materna nieto del monarca castellano Alfonso VIII, vencedor de los musulmanes en las Navas de Tolosa (1212), batalla que abrió para los cristianos las puertas de Andalucía. También, del lado materno, era primo hermano de otro rey santo, Fernando III de Castilla y León, quien arrebató al Islam las ciudades de Córdoba, Sevilla y Jaén.
Es preciso, y es justo, recordar aquí las figuras de dos recias mujeres, dos hermanas a quienes tocó gobernar en circunstancias complicadas, y que ayudaron a forjar la heroica personalidad de sus hijos, Doña Blanca y Doña Berenguela, madres de San Luis y San Fernando.
           Luis IX contaba con sólo doce años (1226) cuando murió su padre, asumiendo la regencia su madre, la ya citada Doña Blanca, mujer inteligente y enérgica quien pronto tuvo que enfrentarse a los nobles feudales, deseosos de aprovechar la situación para imponer su poder al de la realeza. La Regente dominó la situación y preparó el gobierno personal de su hijo, al que educó inculcándole los deberes propios del oficio real y, sobre todo, con buenos ejemplos y transmitiéndole sólidos principios morales. “Hijo -le repetía- antes te prefiero ver muerto que caído en pecado mortal”.
           En 1234, Luis IX es declarado mayor de edad y ese año se casa con Margarita de Provenza, con quien tendría once hijos. Conocemos muy bien la figura de este soberano gracias a los testimonios de su canonización y en especial a los escritos de su amigo Jean de Joinville. Según nos cuentan su aspecto físico armonizaba con la belleza de su santidad: de muy buena presencia, el cabello rubio, los ojos azules, “alto y delgado con aire angelical y un rostro agraciado”. Tenía un trato afable y le gustaba hablar con sus amigos. En el combate podía llegar a ser valiente como el que más.
           Su espiritualidad estuvo influida por los frailes franciscanos, orden mendicante fundada por San Francisco de Asís, en 1209, y que conoció un gran desarrollo en vida del Rey. Vestía con sobriedad y era moderado en las comidas. Asistía diariamente a misa, confesaba con frecuencia, mantenía prolongados ratos de oración y aplicaba a su cuerpo las penitencias del cilicio y el flagelo. A menudo se le podía ver atendiendo a los pobres, a quienes sentaba en su mesa, o limpiando a los leprosos y repartiendo limosnas. En París fundó el hospital de Quinze Vingts para albergar a trescientos ciegos. Su generosidad llegó a ser criticada como excesiva, pero San Luis solía decir: “prefiero ser extravagante en limosnas, por amor de Dios, que en la pompa y vanaglorias de este mundo”.
           Luis IX entendió el poder real no sólo como algo heredado, sino, sobre todo, como un deber del cual tendría que dar rigurosas cuentas a Dios. De ahí que se entregara a la noble tarea de gobernar con enorme responsabilidad, esforzándose por buscar, a través del orden cristiano, la felicidad de su pueblo.
A lo largo del reinado San Luis destacó por su alto sentido de la justicia. Al parecer, era admirable observar como el monarca, con la sencillez y elegancia que, sin duda, emanaban de su santidad, administraba personalmente la justicia, atendiendo especialmente las quejas de los más humildes, como nos lo recuerda Joinville: “yo le he visto en verano varias veces, que para despachar los negocios de sus gentes venía al jardín (…); hacía tender alfombras para que nos sentáramos a su alrededor, y todo el pueblo que tenía algún negocio que presentarle, permanecía en pie junto a él; y a todos atendía convenientemente”. Pero su búsqueda de la justicia fue más allá de este tipo de escenas. Perfeccionó el tribunal real que terminó dando origen al Parlamento. Castigó los abusos de los señores feudales a sus vasallos, prohibió las guerras privadas y el duelo judicial “porque no puede ser ejercido sin pecado mortal”. Los propios oficiales reales fueron vigilados para evitar cualquier exceso en el desempeño de sus funciones y se impuso en la administración un código moral a través de una serie de ordenanzas. Asimismo, para garantizar una mayor honradez de las transacciones económicas acuñó moneda de una excelente calidad y ley. Cuando el soberano británico, Enrique III, le declaró la guerra, Luis IX se defendió con energía, venciendo a los ingleses en Saints. Sin embargo, al firmarse el Tratado de París (1259), San Luis no quiso imponer condiciones humillantes a Enrique. Una vez conseguidas las ventajas para su reino, el monarca francés, tratando de consolidar la paz, reconoció la posesión de algunos territorios en suelo galo por el inglés (Guyena), e incluso le devolvió otros. A los que le reprocharon esta actitud les respondió: “La tierra que le doy, la doy solamente para poner amor entre sus hijos y mis hijos”. El Tratado de París se muestra así como un buen ejemplo de diplomacia planificada con criterios cristianos. El crédito moral adquirido por San Luis fue tal en Europa que de distintas partes acudían a él para que hiciese de árbitro. Entre los consejos que dejó en su testamento para su hijo y sucesor, Felipe III, se encuentra este: “con tus súbditos, obra con toda rectitud y justicia, sin desviarte a la derecha ni a la izquierda,” y en el caso de juzgar entre un rico y un pobre “ponte siempre más del lado del pobre que del rico, hasta que averigües de qué lado está la razón”.
 El reinado de Luis IX supuso para Francia una época de esplendor cultural y artístico, así como de desarrollo económico. París con unos 200.000 habitantes se erige en gran capital europea, sede de una de las más prestigiosas universidades, en cuyo seno Robert de Sorbon, capellán del Rey, funda hacia 1257, con apoyo del Monarca, un colegio para estudiantes pobres, conocido como la Sorbona, que adquirió gran prestigio y que terminó por dar nombre a la propia Universidad parisiense. En las aulas de la capital francesa sobresalió por estos años Santo Tomás de Aquino, una de las inteligencias más prodigiosas de la historia y cumbre de la Filosofía y de la Teología del Medievo, quien mantuvo trato con San Luis. El arte gótico, nacido en el siglo anterior dentro de la región de París, florece ahora en toda Francia extendiéndose al resto de Europa. En París se termina la catedral de Nôtre Dame y, a pocos metros de este templo, en el centro de su palacio de la Isla de la Cité, San Luis erige la Santa Capilla (Sainte-Chapelle), auténtica maravilla del gótico. En este edificio, construido entre 1241 y 1248 para albergar las reliquias de la Pasión -particularmente la Corona de Espinas y un trozo de la Cruz-, los muros han desaparecido, solamente quedan esbeltas y finas columnas enmarcando las grandes vidrieras multicolores que filtran la luz otorgando al interior un ambiente único. No es de extrañar que a los contemporáneos de su fundador les pareciera “entrar en una de las más bellas habitaciones del cielo”
Como buen caballero medieval Luis IX acudió a las cruzadas, ostentando el honor de organizar las dos últimas. Sobre esta cuestión, conviene recordar que el territorio de Palestina -Tierra Santa-, en un principio parte del Imperio Bizantino y por lo tanto del mundo cristiano, había sido conquistado por los musulmanes y que las cruzadas fueron organizadas por los papas desde finales del siglo XI para recuperarlo y mantenerlo. Por otro lado, las cruzadas supusieron una defensa de la Cristiandad frente a un Islam agresivo que, con un pie en España y otro en el Cercano Oriente, amenazaba con adueñarse de Europa. No se trataba de un simple temor, pues los turcos terminaron por conquistar Constantinopla (1453), y en 1529 se plantaron a las puertas de Viena. Luis IX aceptó el reto en una época en que había decaído el espíritu cruzado. Su proyecto de recuperar los Santos Lugares -Jerusalén había vuelto a caer en manos sarracenas en 1244- no respondía a la lógica del interés político y económico sino que nacía de su idealismo cristiano y de su profundo amor a la persona de Jesucristo. Con todo, y pese a los cuidados en la preparación, la suerte no estuvo de su lado. En la primera expedición, iniciada en 1248, fracasó frente al sultán de Egipto, siendo hecho prisionero. Liberado, después de pagar un fuerte rescate, visitó durante cuatro años lo que quedaba de Tierra Santa ayudando a consolidar las defensas de los cristianos. Regresó a Francia en 1254, tras la muerte de su madre que había ejercido la regencia en su ausencia. Sin embargo, siempre mantuvo en su mente y en su corazón la idea de reconquistar Jerusalén. Así, en 1270, el Rey vuelve a tomar la cruz. Esta vez la cruzada se desvía a Túnez. Allí tiene lugar el desastre, provocado principalmente por la epidemia que diezma el ejército francés. San Luis, con las fuerzas ya muy debilitadas antes de emprender el viaje, se empeña en atender por sí mismo a los enfermos. Murió el día 25 de agosto de 1270, balbuceando en su agonía el nombre de Jerusalén. Su cuerpo fue trasladado al panteón real de Saint Denis. En 1297 era canonizado por el papa Bonifacio VIII.     
Desde su muerte la monarquía francesa no dudó en apoyarse en el prestigio del Rey Santo. Durante siglos el trono francés será conocido como el trono de San Luis.
Un personaje de la talla de Luis IX, que provocó tanta admiración entre los que le conocieron, no podía dejar indiferentes a los estudiosos de la Historia. Valga, pues, para terminar, la semblanza que sobre nuestro Rey dejó escrita un autor francés: "Es en lo moral, el hombre que se rige tan sólo por su conciencia. El acuerdo entre su fe y su razón opera el equilibrio y la serenidad de su vida. Es un místico ciertamente y un idealista; pero el sentimiento del deber real refrena, (…), lo que una devoción demasiado exclusiva podría tener de peligroso para la eficacia de la acción. La armonía entre las convicciones y los actos opera la belleza incomparable de esta figura, única en la historia" (1).
Luis Alonso Somarriba.Santander, julio del 2010.




FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA:     
- DE JOINVILLE, Jean: Histoire de Saint-Louis, París, 1958.
- Acta Sanctorum Augusti, 1868.

NOTA. CALMETTE, Joseph: Le monde féodal, París, coll. Clio.


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